La pilarcita


Un pueblo litoraleño, sus siestas, el encuentro

En un perdido pueblo litoraleño, una procesión está por comenzar. Es en honor a la Pilarcita, una niña que hace mucho tiempo perdió su vida por aquellos caminos. Por ello, una vez por año rinden culto a esta santa popular dejándole una muñeca. El pueblo se viste de gala. Por única vez en el año se convierte en anfitrión de personas que viajan de todas partes del país en busca de un milagro. Los huéspedes llegan y reclaman dónde dormir, el pueblo colapsa.

Dos amigas, Celeste y Celina, en un clásico patio con mesas y sillas de hierro, una pelopincho y unas cuantas sábanas colgadas de sogas alquilan el pequeño cuarto improvisado que está al fondo. Hasta allí llegará una pareja. Selva y Horacio, aunque él jamás saldrá del cuarto para presentarse. De a poco estos dos mundos aparentemente contrapuestos se irán cruzando, primero con unas pocas miradas más prejuiciosas que otra cosa, luego se irán acercando, atrayendo, seduciendo hasta fusionarse y convertirse en mujeres que sufren, que buscan otra cosa. Y aunque Selva haya llegado hasta aquel sitio para pedir por la salud de su "no marido" Horacio, lo que encontrará en aquel lugar es a ella misma, hace tanto tiempo abandonada.

Con destreza, pero con profunda sensibilidad y dulzura, María Marull toma el tema del pueblo con sus silencios, sus siestas y tiempos eternos para contraponerlo con el salvaje mundo citadino en el que los habitantes se encuentran muchas veces inmersos en la más terrible soledad, mezcla de abandono y orfandad. El resultado es contundente y claro. A pesar de las apariencias, ninguno de los personajes está demasiado contento con su presente y busca otro. Por eso el encuentro entre Celeste y Selva les cambiará sus rumbos.

Todos los elementos teatrales son destacables en esta obra. La escenografía es impecable, incluida la construcción de un cuarto completo. Las luces a cargo del maestro Matías Sendón logran marcar el paso del tiempo en ese día pegajoso y húmedo sin necesidad si quiera de un apagón. Todo se va esfumando, hasta la luz. Y se logra. El vestuario que en principio se reduce a marcar la diferencia entre estas dos mujeres vestidas de verano y de entre casa con la llegada de la mujer urbana exuberante, imponente, se termina de completar cuando Celeste se viste para la comparsa y el resultado es maravilloso. La música que llega por el cuarto personaje, con guitarra al hombro, como una suerte de payador que se encarga de narrar la historia. El texto no sólo es bello y acertado, sino además con tintes de humor que hacen que uno pueda entrar a los mundos, sobre todo al de Celeste, la comparsera que no para ni un segundo de hablar con esa simpática impertinencia. Y por último, las actuaciones son magníficas, excelentemente dirigidas, cada una con su marcada personalidad e incluso con la necesidad imperiosa de que el tiempo las cambie, las modifique y puedan llegar a ser quienes quieren ser.

Fuente: La Nación

Sala: El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960) / Funciones: viernes, a las 21

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